“Este fin de semana me colgué mirando boxeo”, decía un colega. “Y pensé: ¿Acaso existe abrazo más paternal que aquel que otorga el referí a quien acaba de perder por Knock out?”
Hablaba con entusiasmo de las peleas históricas. De los grandes pegadores, de los artistas del esquive. De provocadores, fenómenos mediáticos, hombres de hierro, de manteca, tigresas, locomotoras.
Contaba que le había gustado ver KO’s. No por el morbo de presenciar la caída de un retador o el tambaleo de un campeón. Tampoco por la técnica, la potencia o la velocidad.
Lo que más había llamado su atención —dijo— fue la escena final.
Ese momento en que todo cae: el cuerpo, la guardia, la ilusión de invulnerabilidad.
Desde la psicología, no resulta extraño que esa imagen despierte algo. Porque en ese instante, donde el golpe conecta y el otro ya no puede sostenerse, aparece algo profundamente humano: la vulnerabilidad.
Hay un punto donde no queda otra que ceder. Reconocer que algo duele. Que no todo puede controlarse. Que incluso los más fuertes pueden caer.
Y ahí, en esa caída, puede empezar otra cosa. A veces es el referí quien se acerca. Otras veces, en la vida real, puede ser alguien que escucha, que aloja, que acompaña el derrumbe sin exigir respuestas.
Quizás por eso, la escena del boxeo no solo conmueve: también enseña.
Porque vivir no es solamente evitar el golpe. También es poder habitar la pregunta que llega después.
Como plantea Winnicott, en ciertos momentos de desorganización interna, lo que marca la diferencia no es la ausencia de caída, sino la presencia de alguien que sostenga. Un “holding” que no impide el golpe, pero lo vuelve simbólicamente habitable.