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Adolescencia: lo que también duele

20 de abril de 2025

Todos están hablando de Adolescencia, la serie.
Del crimen atroz, del chico de 13 años, del impacto.
Y cómo no.
Una historia así no se mira fácil.
No se entiende fácil.
No se olvida.

Pero algo en la forma en que se habla del tema resulta inquietante.
Como si detrás del espanto colectivo quedara flotando una idea peligrosa:
que se trata de un caso aislado, de un monstruo, de un accidente fuera de norma.
Y que, con algo de suerte, debemos «hacer algo más» para que eso no nos vaya a tocar.

Ese pensamiento —aunque comprensible— inquieta.
Y nos pone en alerta.
Queremos entender, prevenir, evitar que algo tan trágico vuelva a suceder.
Pero a veces, en ese intento, perdemos de vista otra cosa:
que lo irreversible no empieza solo con un crimen.

También hay otra clase de irreversibilidad, mucho más silenciosa:
el paso del tiempo.
El pasaje de la infancia a la adultez.
Los duelos que cada adolescente atraviesa —incluso en las mejores condiciones.

Y eso nos toca a todos.

Arminda Aberastury lo planteó con claridad:
la adolescencia, por estructura, implica pérdidas.
Duele despedirse del cuerpo infantil.
Duele descubrir que los padres no son perfectos.
Duele no saber quién se es, ni adónde se va.
Y duele más si nadie lo dice.
Si no hay quien escuche.
Si se responde solo con diagnósticos o con distancia.

No todos los adolescentes cruzan el umbral de lo irrecuperable.
Pero todos, en algún punto, se pierden un rato.
Y no siempre hacen ruido.
A veces están ahí, cerca.
Con la mirada apagada, con un enojo sin nombre, con un mundo interno que nadie escucha.

La pregunta, entonces, no es solo:
¿Cómo evitamos lo peor? ¿O si debimos haber hecho más…?

Sino también:
¿Dónde estamos cuando pasa lo común?

Porque lo común también duele.
Y muchas veces, lo común es justo lo que nadie ve.

En el consultorio, en la escuela, en casa…
acompañar la adolescencia es más que contener:
es hacer lugar a la pérdida, a la confusión, a la reconstrucción.
No para evitar lo trágico, sino para sostener lo humano.
Incluso cuando todo parece estar bien.
Especialmente, cuando todo parece estar bien.

Sería hermoso ver el mundo siempre con los ojos de un niño.
Pero crecer también duele.
Y no hay forma de crecer sin perder algo.
Sin dejar atrás un cuerpo, una mirada, una certeza.
Pero en ese mismo dolor —a veces confuso, a veces silencioso—
también puede haber algo hermoso:
la oportunidad de reinventarse, de descubrir, de empezar algo nuevo.

A veces, lo más urgente no es entender lo que pasó,
sino aprender a estar cuando algo empieza a doler.

Porque antes de lo extremo, está lo cotidiano.
Y también ahí, vale la pena escuchar.

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