Autismo, discapacidad y la apuesta por la palabra.
Epílogo de una escena clínica que sigue resonando.
En el año 2008, un joven psicólogo daba sus primeros pasos en la práctica clínica, dentro de instituciones orientadas por modelos hegemónicos de intervención psicológica, que marcaban con fuerza la escena. Su apuesta, discreta pero decidida, era abrir espacios de escucha subjetiva, sin confrontar totalmente, pero generando pequeñas fisuras donde otra forma de pensar el sufrimiento y el vínculo pudiera asomar.
En particular, recuerda una reunión de equipo. Se hablaba de un niño diagnosticado con autismo y de lo que había dicho en su primera evaluación. Consultado al respecto, el psiquiatra —figura de gran injerencia y dominio dentro del equipo, cuya palabra era la más respetada, la del amo- respondió, casi sin mirar:
“Sonidos.”
Ese fue el término literal. Pero lo que ese joven analista oyó no fue solo “sonidos”. Escuchó algo más:
“Son – idos.”
Allí donde se suponía una emisión sin sentido —ruido, algo sin valor comunicativo—, se filtraba una concepción sobre el sujeto: alguien ido, perdido, inaccesible. Esa escena condensó una forma de entender la diferencia: como un déficit a corregir. Pero desde el psicoanálisis, incluso un balbuceo puede alojar una pregunta, una búsqueda, una singularidad en juego.
En un tiempo que valora lo eficaz, lo medible y lo inmediato, los tratamientos del autismo suelen quedar atrapados en una lógica de rendimiento. Se busca “normalizar”, corregir conductas, entrenar habilidades. Pero, ¿qué lugar queda para el sujeto?
Desde una mirada psicoanalítica, lo humano no se juega en lo previsible, sino en el error, en el equívoco, en la falla. La subjetividad no se programa ni se corrige: se aloja, se escucha, se acompaña.
Como plantea Marta Schorn, el ser humano es un “deficiente instintivo”. No hay un camino biológico directo hacia la calma o el vínculo. Es en el lazo con el otro —con un otro que responde— donde algo del sujeto comienza a tomar forma. La discapacidad, en este sentido, rompe con las idealizaciones narcisistas y nos confronta con lo real: con el límite, la diferencia, la falta.
Y como advierte Marita Manzotti, el discurso científico —cuando pretende ser totalizante— puede obturar lo más fundamental: la pregunta por la subjetividad. Ese mismo discurso que promete respuestas absolutas a veces silencia lo singular.
El psicoanálisis no niega el valor de las terapias estructuradas ni de los apoyos educativos. Pero advierte el riesgo de que se transformen en fines en sí mismos, anulando lo más importante: suponer un sujeto.
Incluso allí donde no hay palabra. Incluso si el lenguaje parece vacío. Apostar por un sujeto de deseo es lo que hace la diferencia entre tratar a alguien como objeto de entrenamiento o acompañarlo como sujeto de vínculo.
¿Cómo lograr cambios sin reducir a un niño a un sistema a corregir?
¿Cómo sostener el deseo en un mundo que demanda resultados?
No hay fórmulas. Pero sí hay una certeza clínica: lo que nos constituye como humanos no es la perfección, sino la falta. Y es en esa falta donde aparece el deseo, el lazo, la subjetividad.
Este texto, escrito hace más de quince años, permanece como un testimonio de una escena que, lejos de haberse agotado, sigue interpelando. Hoy, más que nunca, nos obliga a volver a esa primera pregunta, una pregunta que sigue viva:
¿Dónde está el sujeto?